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ISSN 1556-4975
Published by Ricardo and Isabel Nirenberg since 1998
Para Marta Erlijman
De aquellos días felices de nuestra juventud en la vieja facultad de la calle Perú tal vez recuerdes a Héctor Pirosky, un flamante ingeniero que por 1959 y 1960 enseñaba matemática en el Curso de Ingreso. Era un muchacho apuesto, de rasgos delicados, unos cuatro años mayor que yo, hijo de Ignacio Pirosky, que fue biólogo distinguido y director del Instituto Malbrán (entre otras actividades impresionantes, Pirosky padre se dedicaba a extraer ponzoña de víboras y arañas). La madre de Héctor era Rosa Rabinovich, bióloga también, y como tantas mujeres cultas de ese entonces, traductora: recuerdo entre los libros de mi padre algún libro de ciencia o filosofía traducido por ella al castellano. Por 1959, cuando trabé cierta amistad con Héctor, su padre había abandonado a Rosa y vivía con una francesa, Germaine, en un piso encumbrado del edificio Kavanagh. Héctor, creo, vivía con su madre. Pero de todo eso me fui enterando sólo después de su muerte.
Las matemáticas que lo apasionaban a Héctor eran las construcciones euclídeas con regla y compás, por ejemplo dadas la altura, la mediana y la bisectriz en A, construir el triángulo ABC, ese tipo de cosas que requieren ingenio sin duda, pero quedan arrinconadas en la historia, buenas a lo sumo para algún ejercicio de escuela secundaria. Sus clases en el Curso de Ingreso eran famosas por lo prolijas y claras: algo así como las clases de física del gordo Staricco, con la notable diferencia de que todas las chicas se enamoraban de Héctor. Ese aire que tenía de melancolía y desamparo, más el ingenio y la elegancia de la antigua geometría, se entremezclaban en un afrodisíaco irresistible.
Por lo general él y yo hablábamos de música. Nuestra velada más gloriosa fue una vez que lo abucheamos a Wilhelm Kempff en el Colón. Bastaron dos palabras, el cruce de nuestras miradas incrédulas, para ponernos de acuerdo en que esa interpretación de la sonata Los Adioses había sido inaceptable. Peor: insufrible. Con nuestros horribles ruidos de fantasmas flatulentos nos vengábamos además de las muchas veces que ese viejo farsante se había sentado al piano en público tras estirar el brazo y chocar los tacos en el saludo nazi. La gente a nuestro alrededor aplaudía lo más fuerte que podía y nos lanzaba miradas horrorizadas y asesinas. ¡Pobres infelices que aplauden cualquier bodrio! Una noche Héctor vino con su flauta a mi casa, y yo lo acompañé al piano: creo que tocamos Telemann. Mi hermana estaba presente, y vaya a saber si le gustó la música, pero es probable que, quizá por primera vez, se le hizo nítido y manifiesto el príncipe anhelado.
Pero Pirosky era muy impredecible. Un atardecer caminábamos él, yo y Miguel Herrera por la calle Lavalle, en las cuadras de los cines, cuando sin decir oste ni moste Héctor desapareció. Miguel y yo nos preguntábamos: ¿fue que nos pusimos a hablar de algún problema matemático algo alto? Pura especulación. En aquella época, a los que padecían de ciertos desórdenes del principio de razón suficiente les decíamos neuróticos; hoy en día no sé: parece que hay muchos menos neuróticos y muchos más narcisistas. Sobre Pirosky todos estaban de acuerdo: era neurótico, y si hoy viviera sería narcisista por unanimidad. Él se definía a sí mismo de modo menos sucinto: mis pasiones, decía, son las tres emes: las matemáticas, las mujeres y la música. Esa frase me quedó grabada más que ninguna de las que le oí a mi amigo. Sin embargo, me pareció una frase banal y por añadidura no muy justa, ya que si sentía pasión por las matemáticas bien hubiera podido avanzar en ellas algo más, y si de verdad la música era su pasión podría haberse hecho músico profesional, como hizo mi compañero de laboratorio de Química Inorgánica en primer año, que luego largó las ciencias y se dedicó al violonchelo. Así pensaba yo por esos días, convencido de andar por el camino cierto. En cuanto a las mujeres, si bien estaban, como el león hispánico, rendidas a sus plantas, nunca vi una a quien Héctor le tendiera las manos.
Lo de las tres emes me quedó grabado debido a lo que pasó después. Cuando años más tarde (ya tenía mi doctorado y vivía en USA) me dijeron que Héctor se había suicidado, agregaron un detalle: lo hizo en la cama de su madre. Detrás de esas tres emes se ocultaba entonces una cuarta, quizá más genuina: mamá. Desde ese momento quise escribir algo sobre Pirosky, pero mis tentativas y bocetos no dieron fruto. Que tras tres emes se ocultara una cuarta es cosa suficiente, tal vez, para macanear de lo lindo en un seminario Lacan, pero de ningún modo bastante para un cuento. Pensé en un personaje femenino, una chica perdidamente enamorada de Pirosky, con quien él habría hecho un pacto fatal que ella traicionó a último momento y así sobrevivió a su amado para arrastrarse por este barrizal de lágrimas por siempre jamás, merodeando más que nada por el aula Huergo, que era donde Héctor enseñaba su curso de ingreso. Idea suscitada sin duda por recuerdos literarios, recuerdos de pactos como el de Heinrich von Kleist y Henriette Vogel, quienes descansan en una tumba muy bonita a orillas de un bonito lago cerca de Berlín. Pero idea que nada tenía que ver con mi Pirosky, quiero decir, con aquél que, ya liberado de sus propias angustias, vive en las mías. Y es recién ahora, querida Marta, con nuestro re-encuentro después de cincuenta años y nuestros mensajes y tus propios intentos de escribir cuentos de incesto y de suicidio, que me detengo a pensar de qué manera mi Pirosky encaja en mi historia y por qué me emociona.
Vos sabés muy bien que la facultad que nosotros conocimos no era simplemente, y ni siquiera primariamente, un lugar donde aprender y enseñar química, física, matemática, geología, biología y meteorología; era mucho más: a vale of soul-making, como decía Keats, un valle donde se fabricaban almas. Y sin duda es cosa buena para un alma bien templada tener su aleación de ciencia – de geometría, como querían los antiguos platonistas; pero con eso no alcanza ¡ni de lejos alcanza! En el aula magna, donde de día daban la clase de cálculo infinitesimal, de noche veíamos por primera vez “Octubre”, “Alejandro Nevsky”, y los extraños cortos de McLaren, y una noche salí sacudido y cambiado, tras ver “Noche de circo” de Bergman. Recordarás que se trata del dueño de un circo, Albert, quien sufre una serie de humillaciones, cada una peor que la anterior. Y ahora que escribo esto, me doy cuenta de por qué me sacudió: Albert era un gordo, bigotudo y bastante hipócrita, como mi padre, cuyas humillaciones, cada una peor que la anterior, marcaron hondo mi pubertad y adolescencia. Encuentro en Internet que el actor que hacía de Albert era Åke Grönberg, que murió en 1969 a los 55 años. Mi padre también murió en 1969, a los 56 años.
¿Y cómo se puede hacer un alma sin literatura? Comprábamos o pedíamos prestados “Ferdydurke”, “Ubu Roi”, Roberto Arlt, el espantoso Lovecraft… Se nos pegaban los giros esotéricos: “el bastón de finanzas”, “Su Ferocidad”, “Sub zigurat!”… Había una especie de bohardilla, un aula pequeña que daba a la calle Alsina, donde cada uno leía a un amistoso público sus versos rengos. Pero casi me olvido: ¿cómo se puede fabricar un alma humana sin un amor lejano, inalcanzable, l’amor de lonh de los trovadores, la Beatriz del Dante, la Dulcinea de Don Quijote? Recuerdo a Clarita Rubinstein, cuyo padre tenía una juguetería por Plaza Italia, y la víspera de Reyes íbamos los amigos a ayudar a vender juguetes; Clarita que subía y bajaba las gradas del aula 2 con sus tacones arrancando el revoque de mi corazón. Pero estaba convenientemente comprometida para casarse, lo que me permitió colocarla en su pedestal de ferne Geliebte. Recuerdo también las rodillas de Zulema Gampel, sobre las que reposé mi cabeza, inolvidablemente, durante algún fogón del Campamento Químico allá en las montañas del Chubut.
Por fin, tampoco puede un alma foguearse sin haber estado expuesta a la imbecilidad sistemática, y eso no faltaba en la facultad. Comunistas, Trotskistas, Católicos, todos ellos comprometidos a no buscar nunca más la verdad, convencidos de estar ya en plena posesión, con su posiciones, formuladas en buró central, sobre todas y cada una de las cosas que pasaron o pasasen en el mundo. Yo era tesorero del CEFMyM, el centro de estudiantes de física, matemática y meteorología, cuando en 1959 me vi obligado a darle a la vicepresidente todo el dinero que teníamos para que ella se hiciera un viaje a Cuba, a un congreso de la juventud montado por Fidel.
Tendrás seguramente tu propio tesoro de recuerdos de ese taller de almas que había en Perú 222, que, como todo lo que hubo de bueno alguna vez en la Argentina, fue arrasado y no existe más. Pero también reconocerás que ese taller, ese vale of soul-making, traicionaba a algunas de esas almas, deformándolas, obligándolas a especializarse y profesionalizarse hacia los veinte años, quisieran que no. Entre mis amigos había almas resueltas y vocaciones seguras, que nunca dudaron de lo que querían hacer con sus vidas y que fueron felices dedicándose a la química, la física o la matemática: los que hoy están muertos (que son la mayoría) murieron con las leyes de la termodinámica o con los axiomas de Zermelo en los labios. O fortunati nimium. Una chica a quien conocí bien (aún sueño con ella), tenía, a sus diecisiete años, planes precisos: cuándo dejar de ser virgen, cuándo licenciarse, cuándo casarse, cuándo doctorarse, cuántos hijos tener… Einstein escribe en sus memorias que bien temprano calculó de qué manera su vida breve podía tener el efecto más largo y poderoso sobre el mundo, y concluyó que dedicándose a la física. Los planes a veces funcionan muy bien, pero cuidado: la realidad tiene no sólo astucias sino sarcasmos. Heinrich von Kleist, quien según parece se había diseñado un exactísimo Lebensplan, terminó suicidándose a los treinta y cuatro, como Pirosky.
Según me contaste, querida Marta, nunca estuviste convencida de dedicar tu vida a la ciencia, pero terminaste la licenciatura en física para no sentirte mal, para haber hecho algo: sospecho que algo parecido pasó con muchos de nuestros compañeros. Yo a los diecisiete ingresé a la facultad para estudiar química, pero al cabo de un año me di cuenta de que lo que a los doce me había gustado tanto se parecía más a la alquimia, con sus “ciegos experimentos, tradiciones auriculares e imposturas”, como decía Francis Bacon. Entonces, cuando oí que para realmente comprender el por qué de las reacciones químicas era necesario saber mecánica cuántica, me pasé a la carrera de física. Tan pronto aparecieron los tensores, sin embargo, se presentó un problema. ¿Qué es un tensor? pregunté yo. Y los físicos me respondieron que es algo que bajo un cambio de coordenadas se transforma así y asau. ¿Pero qué clase de algo? ¿Un crisantemo, una vaca? Nada pude sacarles en limpio a los físicos, mientras que entre los matemáticos mi pregunta tenía una respuesta simple y clara, no en términos vagos como “algo que se comporta así y asau”, sino basada, como todo en matemática, en los axiomas. Esa necesidad que yo sentía de poder ver la construcción hasta el fondo, es decir, hasta los primeros supuestos, puede que sea puro esnobismo ontológico, pero lo salva a uno de creer que “dos y dos son cuatro” es ley eterna y otras insidiosas supersticiones platonistas. Recuerdo que Erich Heller, un judío bohemio germano-parlante que fue profesor durante muchos años en Northwestern University, tenía una teoría, que él llamaba COI – el credo de la invalidez ontológica – según el cual nuestra infelicidad, el mundo desencantado en que vivimos y el espíritu huérfano de nuestra era, se deben a que, por culpa de Bacon y de la ciencia experimental, ya no podemos preguntarnos qué es una cosa, sino sólo cómo funciona. Bueno, con los tensores me pasó algo así: las explicaciones de los físicos, limitadas al funcionamiento, me dejaban huérfano, desencantado, en tanto que los matemáticos me explicaban qué eran los tensores ¡oh plenitud!
En todo caso, me mudé a la carrera de matemática, que tenía para mí la ventaja adicional de que estaba allí la mayor parte de mis amigos. Desde ese momento no lo pensé más: mi destino era ser matemático. Matemático duro: nada de historia, ni de lógica, ni de filosofía de la matemática, que no eran sino mariconadas. Para mí y mis amigos, la matemática era un sublimado de machismo. Quemando etapas, terminé la licenciatura antes de cumplir veintiún años, y tras un par de años me marché a Nueva York para hacer el doctorado. Y así, ciegamente, me hice profesional y enajenado, hasta que la cosa explotó tras la muerte de mi padre, a mis treinta años: no, yo no podía seguir viviendo así – ¿así, cómo? – así, sin yo. Prescindiendo de la cuestión de si hasta ese momento mi vida había sido normal y comparable a la de otros profesionales de mi generación, y dejando de lado vanos intentos de objetividad, sentí un duelo denso y vasto, que las distracciones matemáticas no aliviaban, como aliviaban a Pascal su dolor de muelas, sino que agravaban aún más.
Habiendo escrito la frase que precede, mi querida Marta, me quedé dormido, y en el sueño se me aparecieron tres ilustres maestros, figuras respetadas y paternas que me estaban reprobando. “¡Cuánto has cambiado! Nunca hubiese creído que te oiría hablar así de distracciones matemáticas, cuando bien sabes que la matemática es, precisamente, lo único que no es distracción, lo que es télos y esencia del animal racional”, decía uno, y otro agregaba: “¿Se muere tu padre? ¿Se te muere un maestro, o tu amada? Pues bien, dedícales un teorema, y a otra cosa”. Y un tercero: “Hablas del yo como si aparte del yo que piensa en álgebras de Banach hubiese otro yo, uno de comadreja, por así decir”. Me desperté sudando.
Del suicidio de Héctor Pirosky me enteré por ese tiempo, cuando el duelo se había instalado en mi alma, y de ahí se fue formando mi Pirosky, inconscientemente, como mártir y testigo de una causa que ahora era también la mía. Él había sentido y resistido el peso aplastante del profesionalismo, las miradas de lástima, las mofas y el griterío acusándolo de neurótico e idiota inútil. Se había resistido con el propósito de mantener íntegra su alma, para evitar que se fuese atrofiando la inexplorada riqueza de sus partes en beneficio de un monstruoso y único tentáculo, diestro, eso sí, para el desarrollo y utilidad de la humanidad. Resistencia heroica pero condenada a la derrota. ¡Pobre Pirosky! La historia, la psicología, la filosofía, el reino todo del espíritu se erguía en su contra, y Hegel, su portavoz, le había acuñado los sarcasmos: die schöne Seele – el alma bella, como si dijéramos la niña bonita; die unglückliche Bewußtsein – la conciencia infortunada, que se siente exiliada y atrapada en este mundo: ¡pobre Pirosky!
Me figuré que su suicidio era una defensa de la poesía, tal como la de Novalis o la de Shelley, quienes también habían muerto jóvenes porque por alguna razón es imposible defender debidamente la poesía y llegar a viejo. Y esto a pesar de que nunca lo había oído a Pirosky recitar un poema ni hablar sobre poesía: sus pasiones comenzaban con m, no con p. Poco importa: ¿acaso la poesía no comienza en la integridad del alma y el florecer unánime de sus partes? La verdadera poesía es una exploración de los caminos y vericuetos del alma, que bajan y se extienden por el país de los muertos, y aún más allá. Que la matemática sea o no sea distracción dependerá de la personalidad de cada uno: hay quienes olvidan su duelo, o consiguen distraerse, gracias a ella, pero lo cierto es que la matemática nunca ha contribuido a la perfección del duelo. El poema y el canto, por el contrario, completan la labor del duelo, y dan a los muertos la oportunidad de transformarse, de hallar otras alcobas y una nueva voz.
Vos que tanto querés la lengua francesa, seguramente recordarás el famoso alejandrino de Mallarmé, en su monumento o tumba de Edgar Poe:« Tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change. »
Ahí está ese fino, parisino Parménides, con su perilla, su largo bigote y su chal, quien piensa que al morir un alma se vuelve mármol, ya que es de mármol o bronce todo lo que verdaderamente es. Pero Poe, o mejor dicho el alma de Poe, nunca se hizo idéntica a sí misma sino que, por el contrario, siguió viviendo y cambiando, incorporada a las almas de Baudelaire y Mallarmé, de Borges, de vos y yo, de todo aquél que lea bien a Poe. Lo propio sucedió con el alma de Pirosky: yo sé que sigue viva en la mía, y no creas que está dormida, domada, o sometida a mi arbitrio. No: cualquier día digo alguna astuta pavada, o imagino algún saber cierto y total, y entonces mi Pirosky se ofende de pronto y, sin decir palabra, me deja plantado.
Ricardo Nirenberg is the editor of Offcourse.